28 chochos. Relato ganador

Exactamente eso: 28. Lo que, Cábala en mano y ciento volando, se reduce a la unidad, al origen; y es que, en cierta manera, el chocho es el principio de la vida y por ello también de la muerte.
28 ¿Quién pudo imaginarlo aquella noche, en la puerta de la taberna, cuando las amazonas en desorden invadieron la calle y tomaron, invictas como un ejército, una casa perdida en los suburbios de la ciudad? Lo demás, ya se sabe. Corrió de boca en boca la noticia y la gente no sale de su asombro: un pavoroso incendio calcinó el edificio y no quedó ni un pelo para contarlo.
Ahora, las 28, completamente desnudas, caminan tras el joven y apuesto centinela que las conduce por el sendero. Tiene el semblante áspero. Al frente de milicia tan singular, se siente inquieto, incómodo. El aroma de los cedros que flanquean el camino se mezcla con el fruto de la higuera y al muchacho le empieza a hervir la sangre.
Nunca tuvo tras sí una grey como ésta. Los 28 chochos, con sus valvas bañadas de aromático almizcle, avanzaban en fila, impregnando la atmósfera con su olor penetrante, a cuya percepción alzaban los cipreses su fronda puntiaguda y hasta el mastranzo liberó sus hálitos, inundando el paisaje una brisa de espesa e irresistible sensualidad. E iban así, seguros de sí mismos, llena el alma de vellos empapados, dispuestos a dar cuenta de sus orgías, de sus coyundas, de sus placeres, gallardos, inconfesos, impenitentes.
El joven capitán fue perdiendo la calma. Al mirar hacia atrás, alertado por la risa de las muchachas, derramaba los ojos por el cortejo, sin decidirse a dónde detenerlos, si en la morena de robustos muslos y pubis ensortijado o en la excitante pelirroja de largas piernas que coronaba una lánguida ojiva de suavísimo pelo. Fue, al principio, una leve sudoración, alentada por el hormigueo que, procedente de los bajos fondos, le ascendió por el vientre y le estalló en el pecho, mientras el pene, al rojo y al filo de un big-bang de supernovas (si se me permite el anacronismo), entonaba los Carmina Burana y un cataclismo devastaba el mundo.
Se sentía morir, agobiado por el deseo, cuando vio que, a su izquierda, una pequeña trocha se insinuaba, envuelta por matorrales tan densos que la luz, al filtrarse, parecía descomponerse en minúsculos rayos sobre la tupida hojarasca que entarimaba el suelo. Sin pensarlo dos veces, indicó con el dedo el nuevo rumbo y, seguido por las mujeres, se adentró en la espesura.
Y ocurrió lo que tuvo que ocurrir. Con 28 chochos apuntándole, se vio al instante derrotado, atónito, tendido sobre el follaje y dejándose hacer, pues qué otra cosa. Con dos piernas abiertas flanqueándole la cabeza, tenía sobre la boca una vulva gordísima, que él succionaba apetitosamente, mientras otra bajaba, subía y volvía a bajar y ascender por su falo, en medio de tal estrépito y griterío, que tomó la algazara por canto de sirenas y ellas, dando rienda suelta a su instinto, se turnaban en el disfrute del mozo, haciéndose empalar por chocho, culo y boca o, ya perdido el seso y la vergüenza, meársele en el vientre, lamer la oscura puerta de Sodoma, ventosearle el rostro y otras placenteras atrocidades, a las que el rubio efebo correspondía sembrándoles la piel de la entrepierna con una catarata de almendros en flor.
No había concluido la zarabanda cuando la luz se hizo más opaca y el airé se enrareció. El aroma de las plantas y el penetrante olor de los cuerpos en celo fue mudándose en pestilencia y muy pronto la áspera fetidez del azufre llenó con sus vaharadas aquel infecto túnel. Entonces, Mephistópheles, recortando su figura entre la frondosidad del reducto, exclamó: ¿Cómo te atreves, necio, a invadir mis dominios? Esto dijo, empujando al muchacho y su séquito hacia un pórtico oscuro. Los 28 chochos, sumidos en la sombra, comenzaron a destellar, proyectando sobre la opuesta pared las escenas de su lascivia: Una, se dejaba sodomizar por un negro enorme, al tiempo que acogía entre sus labios el pene de un fornido adolescente; otra, asaltada por todos sus accesos, aún prestaba las manos a pajear a sendos gaznápiros; una tercera, puesta a cuatro patas, recibía en sus nalgas una lluvia de azotes y en su boca la pértiga de un forzudo gañán. En fin, 28 historias llenando la caverna de Platón.
-Déjame ir –dijo el joven con arrogancia- ¿Es que acaso no sabes que soy Abadón, a quien conoce el mundo como exterminador?
-Lo sé, lo sé –repuso Mephistópheles con ironía-, pero, a partir de ahora, eres tan sólo un ángel fornicador; y, la verdad, no sé qué hacer contigo, si enviarte al país de los hielos perpetuos, a merced de Jacobo Fabiani, que tiene más cuernos que rabo, o tomarte a mi servicio.
Dicho lo cual, enarbolando su pija de criptonita, lo enculó entre sonoras carcajadas.


¡No, no, no y no!, gritó 28 veces Dante Alighieri, arrugando el pergamino y arrojándolo a un cesto. Esto no va a gustarle al arzobispo –continuó-. Es el vigésimo octavo pergamino que rompo. Una ruina, sí. Por culpa de los capullos del Santo Oficio, la Divina Comedia va camino de convertirse en un solemne coñazo.

© Jacobo Fabiani, 2008.-