28 chochos. Relato finalista



Apuraban la última copa cuando pasó el tercer escuadrón de coquinas diversas, cargadas de bolsas que parecían contener bebidas y vete tu a saber qué… Aquello ya colmó el vaso de la curiosidad y Dorotea se abalanzó sobre las últimas unidades e interrogó: ¿Donde vais? La perfumada sujeta le contestó: A esa casa de ahí enfrente. ¿Y a qué? Es que hacemos una fiesta. ¿Podemos ir? Es que no es nuestra, si no os invitaba, contestó la muy zorra.
En el camino de vuelta había comentarios para todos los gustos. Incluso el señor Pi, tan serio él, pero bajo el influjo de varios catavinos de Alfonso, clavó sus ojos con lascivia en el grupo y llegó a pronunciar con voz sarcástica: ¿Me invitáis? Estoy soltero y solo para todas vosotras. Mercedes miró su reloj y dijo con voz de asombro: Qué curioso, mi reloj marca las doce y veintiocho del día veintiocho de julio. A lo cual respondió Miguel: Pues también es curioso, pero he contado veintiocho chochos, los que han pasado por aquí. Ya me gustaría a mí tener un tranco para las veintiocho, replicaba Dieguito el flamenco. Ya, tú siempre tan exagerao, se diría que eres gitano; bueno, yo preferiría tener veintiocho trabucos para arreglar bien a ese grupo, asentía Jaime. Yo me conformo con veintiocho centímetros, divagaba Miguel. El señor Pí juraba que estas no le duraban veintiocho minutos. ¿Y a nosotras qué? preguntaba Inés;
seguro que ahí dentro hay un semental capaz de arreglar a las veintiocho más nosotras tres. Yo me pido ser la número ocho, Dorotea, tú la dieciocho y tú, Merecedes, la veintiocho.
Pasados unos días, Jaime volvió por aquel bar e interrogaba a la camarera: ¿Qué hay en aquella casa, que van tantas tías? Pues mira, yo llevo aquí varios años y no te sabría decir; sólo sé que, una vez al mes, se reúnen un grupo de mujeres y otro un grupo de hombres. ¿Pero no coinciden? Qué va, o las unas o los otros, pero nunca juntos; nadie sabe quién vive allí, pues esa casa es la más antigua del barrio y apenas se sabe de los dueños: llegan, bien caída la noche y, bueno, nunca me quedé para ver a qué hora salían.
En esto, que una persona anciana, detrás de mí, sonreía morbosamente. ¿Qué, curiosillo, eh? Bueno, le contó sus apreciaciones y, después de convidarlo reiteradamente, le confesó: yo he entrado ahí muchas veces. A ver, cuente, cuente. De pronto, le cambió el rostro de color, giré la cabeza y, brazos en jarras, la doña gritaba: ¡Me prometiste no hablar nunca más de ella y ya estás otra vez! Bueno, amigo, me tengo que ir, me espera la Santa Inquisición. Aquello empeoraba por momentos. ¿Qué quiso decir con ella? Sobre mi cabeza revoloteaban ideas, unas buenas y otras no tan buenas, ¿sería una antigua novia? ¿sería una antigua amante? Las siguientes noches no volvió por el bar. La impaciencia le corroía y un raro deseo le acompañaba día y noche.
Por esos azares tan escondidos, vio al anciano y sus 98 bien llevados años, paseando por el Parque del Retiro y además sólo. Se dirigió a él como un poseso y él ni se inmutó. Llevo 2 años y cinco meses esperándote, Jaime. Aquello le tumbó sobremanera. ¿Cómo? Pero, hombre, ¿usted qué tiene que ver en toda esta historia? Bueno, esa casa en su día fue un burdel, llamado "28 CHOCHOS", y yo fui muy asiduo, al mismo tiempo que amigo de la madame, llamada" Gisela la bella", y realmente lo era, a la vez que felina en la cama; 1o cierto es que tenia a toda la población al acecho, lo nuestro fue una historia de ver­dadero amor, pero me obligaron a casar con la de los brazos en jarras. Aquello no funcionaba bien, como suele pasar en las bodas obligadas y al tiempo conocí a Gisela, sin saber de su oficio; después empecé a visitarla en la casa, ¡cómo follaba! ¡cómo seducía! ¡qué pechos tan erizados! Cada día era una aventura recorrer ese pasillo, hasta llegar jadeando como un energúmeno hasta su entrepierna, pero pasó que, en un descuido no muy profesional, quedó encinta de un vastago mío. Ahí comenzó todo, ella no sobrevivió al parto, pero sí el niño; en el lecho de muerte, me hizo prometer que esta casa sería refugio para su descendencia. Lo criaron las putitas y todos los que se reúnen en la casa son descendientes de Gisela. ¿No me irá a decir que yo también soy descendiente? Pregúntale a tu padre y te convencerás. Y entonces, ¿qué hacen cuando se reúnen? Pues, como buenos descendientes, imagínatelo; pero, bueno, toma ésta llave que abre por el jardín, verás que hay dos puertas: abre la roja que da a un largo pasillo con muchas puertas, no toques nada, sólo mira a través de las mirillas y luego sal por donde entraste.
Cuando volvió a casa, se dirigió al calendario como un poseso y ¡oh! era sólo 24 de agosto, cuatro interminables dias, mañana, tarde y noche, obsesionado con la del 28, ¿será verdad que hacen honor a sus ancestros?
Y llegó el momento. Entró sigiloso cual ladrón de placeres y oyendo risas y gemidos por doquier; en la primera, estaba una solitaria ardiendo, consolándose con un gran falo de goma, ¡estos tiempos! En la segunda había dos jovencitas con dos maduritas, jugando en corro. En otra, las mayores bebían, entrelazadas cerca de sus anchas nalgas; otras jugaban con dos números invertidos. ¡Cómo se lopasaban! El pasillo era poco río para todo el cauce de mi falo. Otras se alegraban por delante y por de­tras… En fin, fue un espectáculo digno de un burdel.
Se reunieron, días después, en el bar Rías Baixas y empezó a contarles su descubrimiento, cuando cayó en la cuenta: por más que contaba, le salían sólo veinticinco tías. Claro, Julio, es que no te das cuenta de nada; anda, dame ya la puta llave.

© Jerónimo Salido, 2008.-