28 xoxos... con pan y bizcocho



Se sentó desnuda. Pasó suavemente la mano sobre las piernas del hombre y, llegando a su sexo, lo agarró con fuerza, como hacen los niños con su primer juguete. Sabiéndose reina de aquel territorio insumiso, blandió el cetro y comenzó a narrar:

-Salió al bosque. La pequeña tenía un chocho juguetón que, como cada tarde, dejó que se llenara de vida en aquel lugar. No creas que fue el lobo el que se merendó ese dulce, era algo pequeño lo que husmeaba, subía, se peleaba por lamer aquel delgado clítoris, casi ala de ángel, casi viento de pájaro, al salir a la vida. Algo tan diminuto como una hilera oscura de hormigas que, subiendo los rosados montículos, llenaban sus vertientes y el abismo, todavía intocado por las manos de un hombre. No era el lobo, no, ella aún no tenía edad para esos largos colmillos ni esas fauces…

Sharriar era feliz cuando la jovencísima Sherezada le contaba los cuentos que ya había escuchado en su infancia –porque todos los niños de este mundo, de la edad que elijamos, han escuchado siempre las mismas historias, lo mismo en Alejandría que en Estambul o en el Chicle, en Jerez, que también tiene ambiente nocturno-. Así pues, la quinceañera seguía espatarrada sobre la amplia cama del burdel, narrando:

-Cuando hicieron la casa, a todos los cerditos se les veía el rabo. Bueno, digo yo, a todos menos a uno, porque tenía chocho, ¿sabes? Era uno de esos cerditos con arroba. Arrobas, digo yo, de carne de pata negra y, evidentemente, luego de la pata negra, va el pelamen oscuro de su paloma oscura. Pues era como para perdérselo, cuando estaban todos atareados, tomando este ladrillo y este otro –procurando que la casa quedara firme por aquello de que vendría el lobo. Lo sabían, porque no iban a ser tontos encima y no tener ni idea de que, al final, lo mismo que una tarta, soplaría sobre la casa y, ¡zas!, se jodería, porque los ladrillos no son una paja. Y esto también lo sabía la que llevaba lazo en la entrepierna, o sea, la cerdita, y por eso elegía los ladrillos más duros, los más húmedos, los más consistentes y hacía con ellos guarrerías. Así, cuando llegara el lobo, soplaría. El lobo, lo sabían todos, siempre había sido un soplapollas…

A Sharriar le entró risa y Shere, delicadamente, tironeó de la fíbula larga que tenía entre dedos, así, un poquitillo arriba, un poquitillo abajo, una chispa hacia atrás, un poco hacia delante, arriba, abajo, arriba, abajo… Que, si no para, le entra esa especie de cosquilleo que les entra a los niños cuando por primera vez le dicen una mentirijilla a mamá y casi se mean encima ante la agreste situación, pero se recompuso y siguió su relato:

-Ella estaba dormida, vaya que sí, y descuidada. Se le veía todo por debajo del camisón y, por si fuera poco, se había depilado la vulva y en el culo tenía un tatuaje que decía: bésame o no te despierto.
¡Tela, la princesa!, ni la del saltimbanqui del Gran Hermano, y parecía buena. Tenía una cara angelical y en la mano una página que había sacado por la impresora. Antes de pincharse con la jeringa, tenía la costumbre de chatear y le había estado diciendo a uno: tú eres mi príncipe; y éste le había respondido: menos mal que no me has dicho que soy otra cosa. Qué cosa, dijo ella. Una rana, contestó el del chat. Pues si lo fueras, dijo Calentilla dos -que es como se llamaba la de la rueca y la bruja mala cuando cambiaba de personalidad en el ciber-, te daría un beso negro y te convertirías en príncipe.
Y tenía el cabello igual que aquellos ángeles que parecen de lana, de buenísimos que son, pero se le veían las tetas, ahí, sobre la cama del del Chat, y se notaba bien que entre sus labios quedaba, como desguarecido, un resto de haber besado oscuramente al príncipe.
Y parecía mema, pero le encantaba ir haciendo el amor con mucho cuento. Por eso se fundían el príncipe encantado del chat y la bella durmiente de los bosques profundos y humedísimos.

A Sherezada se le cerraban los ojos, mientras Sharriar miraba, fisgaba, penetraba, con sus azules ojos, los recodos del chocho que seguía, seguía palpitante en tanto que su dueña, noche a noche, iba contándole todas esas historias que sabemos los niños, antes de que las madres se inventen esas chorraditas de que si el lobo se comió a la abuela o la rueca era mala y pinchó a la princesa y los cerditos, pobres, temían tanto al lobo. Qué poco nos conocen las madres, sus historias son extrañas y nunca, nunca tan naturales como las de este cuento “Veintiocho chochos con pan y bizcocho” que me dejó anoche el ratoncito Pérez, que tiene unos huevos que ya los quisiera el chocho de mi madre cuando se pone tonta y cursi y, con la misma cara que mira hacia mi padre cuando éste le dice: “Ven aquí, corderita, que te lleve al establo y verás cómo muges”, me va contando estupideces que ni siquiera escucho.

© Ruth Cañizares, 2008.-